viernes, 6 de noviembre de 2009

La sangría

José Antonio Hernández Guerrero

Una de las razones que explican el volumen y la gravedad de, por ejemplo, algunos cánceres de colon es la escasa visibilidad y la ausencia de dolor de las, a veces, abundantes hemorragias. Si, gracias a unos síntomas más alarmantes, se hubiera detectado la primera célula malformada, posiblemente se hubiera podido impedir destrozos quirúrgicos y, quién sabe, si retrasar la muerte del paciente. Durante un tiempo variable, los enfermos siguen aparentando una salud de hierro y, en consecuencia, los remedios se aplican cuando, desgraciadamente, ya son ineficaces. Algo parecido está ocurriendo con esa enfermedad mortal y contagiosa de la corrupción política: cuando sale a la luz pública, aunque el político mantenga el poder, pierde la autoridad porque se desangra el crédito social del presunto sinvergüenzas y deja una mancha indeleble en el partido que había depositado en él su confianza.
A mi juicio, la gravedad de esta plaga que está invadiendo nuestra geografía nacional estriba no sólo en la manifiesta contradicción con los ideales de cualquier sociedad saludable y en el deterioro de los cerebros y de los comportamientos de los líderes, sino también en la concepción que los ciudadanos tenemos de la política y en peligroso convencimiento de que la corrupción es un rasgo inherente a la condición humana y una característica consustancial de la acción política. Lo cierto es que este denigrante espectáculo de compadreo para defender los intereses personales o del partido influye negativamente en las mentes, en las conciencias y en la sensibilidad de muchos ciudadanos.
Estos hechos suponen la impunidad de la desvergüenza y, lo que es más grave, la ruina del bienestar personal y la podredumbre de la actividad pública. Por eso, aunque no estén de moda y aunque a los que escribimos en los periódicos nos dé apuros referirnos a ellos, aunque temamos que los lectores “progres” nos tachen de retrógrados o de escasamente originales, hemos de reconocer que el bienestar individual, familiar y social depende mucho más del cultivo de los valores y de la práctica de las virtudes que de la acumulación de bienes materiales.
Me atrevo a formularlo de una manera más clara y más “tradicional” a sabiendas de que mis palabras y, quizás el tono, suenen a trasnochados sermones: ser bueno es más provechoso y más gratificante que ser rico, sabio o poderoso. Para llegar a esta conclusión es mucho más práctico que acudir a teorías filosóficas o a doctrinas religiosas, dirigir la atención a nuestras experiencias personales y desplegar la mirada a nuestro alrededor.
Las explicaciones teóricas, por muy razonadas que estén, carecen de fuerza persuasiva y los sermones nos resultan vacíos si no están refrendados por comportamientos coherentes. Tienen razón los lectores cuando afirman que estas ideas las entienden cuando, en vez de escucharlas o de leerlas, las ven reflejadas en los hechos de las personas que las explican. Las palabras producen un efecto opuesto cuando, por ejemplo, el que predica la austeridad está sentado en un confortable sillón o el que recomienda la humildad lo hace con discursos grandilocuentes. Los que, con razón, nos escandalizamos de estos comportamientos deberíamos ser conscientes de que también iniciamos esa senda de la corrupción cuando, por ejemplo, nos apropiamos de un bolígrafo de la oficina o de un tornillo del taller en el que trabajamos.

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