Hace unos tres años, al revolver papeles antiguos con
objeto de hacer limpieza, me encontré con una cuartilla amarillenta y una
convocatoria doblada en forma de cuartilla, con el reverso por la parte externa,
escritas las dos con letra apresurada, y la convocatoria, además de por el
reverso, por el anverso, lo que delataba una solución de emergencia.
La cuartilla llevaba el encabezamiento: Cuerpo Místico,
seguido de doce epígrafes, cada uno de ellos con escuetas citas bíblicas, casi
todas del N.T. Faltaban los textos
correspondientes a las citas. Todo hacía pensar en unas clases, conferencias o
Ejercicios Espirituales, en los que, sin previo aviso, ofrece el Director,
profesor o conferenciante un esquema para ayudar al desarrollo de un tema, y el
público recurre a lo primero que encuentra para tomar los apuntes.
Aquello me sorprendió. Era mi letra, pero ¿dónde lo
había escrito? En mi casa, no. Allí, al menos, tenía máquina de escribir y no
se explicaba tanta premura. Tenía que haber sido en un acto público. Descubrir la
época fue cosa de coser y cantar. La convocatoria era una llamada, enérgica en
el tono, a acudir a unas conferencias cuaresmales a la capilla del colegio de
la Viña, del día 14 de marzo, lunes, al 18 del mismo mes, viernes, y el sábado,
día de S. José, a la Misa con la que finalizaba la preparación cuaresmal. La
Cuaresma correspondía al año 1966. Consultada la Tabella festorum mobilium del Liber
usualis, ese lunes 14 de marzo era el de la semana siguiente al tercer
domingo de Cuaresma.
Si la convocatoria, tirando por largo, se había
impreso el 15 de febrero, fecha del miércoles de ceniza de ese año, ese sería
el terminus a quo, pues antes no
podía haber escrito yo los apuntes en una convocatoria inexistente. Y el terminus ad quem no podía ser otro que
el diez de mayo de 1970, en que salí del Hospitalito de Mujeres, con la
concesión de secularización firmada por S.S.Pablo VI, de feliz memoria. Así que
entre el 15 de febrero de 1966 y el 10 de mayo de 1970, hubo algún acto público
dedicado a un auditorio eclesiástico, en el que se dictaron esos apuntes, los
copié y no di con ellos hasta el año 2009, año paulino, pormenor no
despreciable, como luego se verá.
Esta exposición es la que encierra el misterio. ¿Quién
dictó los apuntes? ¿Dónde? Yo sugiero unos Ejercicios Espirituales dirigidos
por el P.Ulpiano López, eminente teólogo moralista, profesor de la Gregoriana.
Aquellos Ejercicios se me quedaron grabados de manera especial, porque al final
me confesé con él y le hice muchas consultas, habida cuenta de que el 12 de
junio de 1968 me presenté por primera vez a un examen en la Universidad de
Granada, empezando la licenciatura de Filología Clásica, paso previo a mi decisión
final. Además aquellos Ejercicios fueron atípicos, por la personalidad del
director, su gran conocimiento del clero y por su famosa cita del Eclesiastés
32, 4-5: “Loquere, maior natu, decet enim
te primum verbum diligenti scientia, et non impedias musicam”.
La primera parte del versículo iba dirigida a la
jerarquía, y la segunda también a los que desempeñaban cargos con fieles,
alumnos, coadjutores y demás colaboradores, que formaban una orquesta con sus
opiniones diversas, que no debían despreciar los superiores sino concordarlas en
una especie de concordia discors,
oximóricamente.
La calificación de estimulante aplicada a este
hallazgo, se comprende fácilmente: por una parte, porque toda cita desprovista
de texto incita a su búsqueda; por otra parte, porque mi deformación profesional
no se conformaba con el texto latino, sino obligaba al griego, el original; en
tercer lugar porque era el año paulino y ¿qué mayor homenaje a San Pablo que
estudiar la doctrina del Cuerpo Místico?
Me puse, pues, mano a la obra y en estos tres años ha
dedicado algún tiempo a elaborar unos comentarios teo-filológicos, que estoy
dispuesto a entregar a la consideración de los participantes de este blog, poco
a poco, para evitar enojosos agobios.
Desprovistos, eso sí, de los textos griegos, pues los conservo en
archivos Mac en formato incompatible con PC. Espero que me perdonen los
helenistas.
Y la parte rememorativa está ligada a la lectura de la
convocatoria. Las operaciones aritméticas realizadas a partir de la fecha de la
misma han desembocado en un terminus ad
quem coincidente con la festividad del Beato Juan de Ávila.
Un día como
ese, en tiempos de Don Manuel Cortés, se organizó una peregrinación a Montilla
para visitar el Santuario y sepulcro del Apóstol de Andalucía. Había que pagar
una cantidad que yo no tenía. Entonces se convocó un concurso poético. Nos
presentamos García Gómez y yo. Él era un poeta de verdad. Pero yo sabía cómo
tocar el corazón del jurado. Presenté una poesía lacrimógena y cursi:
Tus manos, madre, tus manos,
Que me acarician el alma
Con el recuerdo impalpable
De su fuego. Me abrasaban
Tus dos manos aquel día
En que sentí la llamada
Del Señor, pero no pude
Resistir a su voz clara
A su invitación doliente,
Y fui porque no esperara.
La poesía es mala con avaricia. No la conservo. La parte
reproducida es el fragmento que sé de memoria. La de José Manuel García Gómez
seguro que era inmensamente mejor. Por eso desde entonces es para mí Montilla
un vino amargo que me indaga por dentro-In
vino, veritas- y me marea con la oprobiosa duda de una victoria apócrifa y
fraudulenta.
En la convocatoria aparecen los nombres del
Director, Hº León. F. Magdaleno, y del
Capellán, D. Manuel Alegre Rodríguez, Pbro.
El Hermano León fue profesor mío en la 2ª bis,
estrenando el recién construido Colegio,”gracias al esfuerzo del Hermano Ignacio,
y de una persona de gran corazón”, como cantaba un coro o comparsa de las
Fiestas Típicas de aquella época.
El Hermano me animó a entrar en el Seminario. En la
clase estaba también un hermano del P.
Hermida, de nombre artístico Angelini. Actuaba en actos públicos por toda la
provincia contando chistes graciosísimos. El P. Hermida también tenía gracia y
buenos golpes. Recuerdo que un día en la Misa matinal, no se encontraba la
llave del Sagrario. Oficiaba el P. García Guerrero. Se formó un poco de revuelo
a la hora de la comunión. El acólito iba de acá para allá y la llave no
aparecía. Había murmullos. En el momento de mayor tensión se oyó a Hermida, a
la sazón maestro de capilla, con su gran vozarrón:
” La puerta del Sagrario
¡Quién la pudiera abrir!
Jesús, entrar queremos,
Llegar a Ti.
Sintiendo tus caricias,
Sonríe el corazón, etc.”
Si para un proceso de canonización me pidieran que
testificara sobre el dominio propio del P. García, ese sería el episodio
escogido: en la crispación del rostro se apreciaba el esfuerzo que estaba
haciendo para no bajar del altar y cantarle las cuarenta en bastos en respuesta
al “oportuno” motete.
Del P. Alegre
son tantos los recuerdos, que harían interminable el relato. Cuando entré en el
año 43 en el Seminario era Diácono, por no tener la edad exigida para recibir
el Presbiterado. Estaba en el Seminario con nosotros, aunque no sé si marchó a
Comillas ese mismo curso. Lo cierto es que el primer verano mío de seminarista fuimos
de excursión a Medina un grupo compuesto por Junco, Prieto, Luis Valverde y un
servidor.
La trayectoria de Valverde tal vez no todos la conozcan.
Era hijo de un Notario de Cádiz, padre de numerosa prole, fruto de dos
matrimonios después de enviudar. Había estudiado primer curso de Humanidades en
Comillas y más adelante obtuvo la Licenciatura en Filosofía y Letras en la
Universidad Central de Madrid, especialidad en Filología Románica e Italiana. Fue
profesor de varios Institutos, entre ellos el Columela de Cádiz.
Esta es su trayectoria externa: una vida entregada a
la docencia. La interna la he completado al enterarme de la obtención de una
mención de honor en el XXXI Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística,
cuyo acto de entrega se realizó en el Ateneo de Madrid el 13 de diciembre de
2011. La obra premiada lleva por título Cleofás y es significativo que haya
sido en poesía mística en lo que ha obtenido dicho premio.
Pues decir “mística”o
“misterio” es pensar en hondura espiritual, vida interior, reflexión, introspección,
inhabitación trinitaria, “música callada, soledad sonora”, silencio fecundo,
miopía de la carne, acuidad del espíritu, como el verbo griego del que derivan,
mu/w,
‘cerrar los ojos’, y esto era lo
que vislumbraba yo cuando conocí a Luis Valverde allá por los años cuarenta, y
que en los encuentros esporádicos que he tenido con él más tarde se ha ido
evidenciando, al comprobar su caballerosidad, fina sensibilidad, esmerada
educación y su arraigada fe, consentánea con su comprometida vida cristiana. Si
la lectura de dos sonetos suyos de entre la colección de setenta que configuran
su obra premiada, ha elevado mi espíritu en oración fervorosa ¡qué
enriquecimiento espiritual habría supuesto para mí el haber mantenido con él un
trato más asiduo!
Un hermano suyo, mayor que él, entró en el Seminario,
procedente de la Acción Católica, de la que era Consiliario el P. Ramón.
Terminó en Madrid, donde ejerció su ministerio en la Curia junto a D. Moisés,
que fue profesor del Seminario de Cádiz del añadido curso 5º de Humanidades, en
la asignatura de Lengua y Literatura.
Don Moisés se había presentado a casi todas las
oposiciones de canonjía de España. Las aprobaba y las añadía a su hoja de
servicios y marchaba a otra Diócesis y a otra oposición
Aunque al principio de curso nos previno con la
programación de numerosas redacciones, justificadas por los sorprendentes
progresos que notaríamos entre la primera y la última, llegado el momento lo
sorprendente fue la facilidad con que realizamos el cálculo: la primera y la última se habían convertido en la primera y
la segunda. Pero no lo consideramos como un alivio.
¿Por qué digo
esto? Porque sus clases consistían básicamente en al lectura del Quijote,
realizada por él mismo. Se ponía a leer y nosotros a escuchar. Cuando llevaba
unos días leyendo, nos pedía, para saber si habíamos cogido el estilo
cervantino, que dijéramos unas frases. El primer día, como no estábamos
preparados, titubeamos. Pero de allí en adelante nos aprendíamos un párrafo y
cuando nos ponía a prueba, lo soltábamos. Así, por ejemplo, se levantaba
Cruceira y peroraba:
“No tema vuestra merced por sus pupilos, que si a su
Divina Majestad le plugo ponernos en las manos de un tan sabio maestro, unos
malnacidos habríamos de ser, si nos apartáramos el negro de una uña de sus
provechosas enseñanzas, dando nuestros cuerpos a la molicie y regalando el
vientre con ricos manjares y generosos vinos, por más que nos lo sirvieran
fermosas doncellas en bandejas de plata los unos o escanciaran los otros en
copas de cristal de Bohemia, antes que templar nuestras ánimas como se templa
el acero y limpiar nuestras mientes e ilustrarlas con el brillo de las letras
divinas y humana, armas con que se arrancan cristianos de las garras de
malandrines y follones y otra gente descomunal y soberbia, que quieren
hundirlos en los profundos infiernos.”
Al oír párrafos de este jaez, Don Moisés quedaba
embelesado y se confirmaba en la bondad de su método, de modo que seguía con su
pertinaz lectura hasta dejarnos extenuados.
Este grupo, pues, fue el que se montó en el tren hasta
Puerto Real, y desde allí emprendimos la marcha a pie. Alegre iba con el ukelele,
nosotros con unas bolsitas con bocadillos para el camino. Manuel Alegre era la
viva estampa de Bing Crosby, de moda entonces por su película “Siguiendo mi
camino” y la canción “Going my way”
Entramos en
Paterna seguidos de un a turba de muchachos. A Medina llegamos derrengados,
Junco con los pies chorreando sangre. El pueblo creía que éramos penitentes
arrepentidos. A pesar de todo jugamos un partido de fútbol en un campo lleno de
hoyos. Paramos en la finca “La oscuridad” de la familia Castro, emparentada con
Alegre.
A la vuelta se apiadó de nosotros un camionero que
llevaba a Cádiz una carga de remolachas y nos recogió, Alegre con su
ukelele y yo con una telera de pan. Al llegar a mi casa mi madre, toda
emocionada, abrazó la telera antes que a mí. Pero no le guardé rencor, pues la
penuria de la época había echado por tierra el protocolo.
Ordenado ya de sacerdote y con una flamante licenciatura
en Filosofía, el P. Alegre fue profesor mío de una asignatura que él inauguró:
Estilística Latina. Era una materia novedosa. Bajo el lema de Quintiliano aliud esse latine, aliud grammatice loqui, el autor, Rodríguez Brasa S.J.,
desglosaba un conjunto de leyes sencillas que marcaban la pauta de la
diferencia existente entre hablar siguiendo las reglas gramaticales, y hablar
según el estilo latino, en relación al orden de las palabras y a la intención
del autor, cuando era preciso desviarse de él para resaltar las ideas. Era una
manera sencilla de iniciarnos en la Estilística que con el tiempo estudiaríamos
algunos con más fundamento. Era el dibujo antes del razonamiento.
Me gustaría llamar la atención sobre la inmensa suerte
que hemos tenido los que hemos pasado por las aulas de un Seminario tan
humilde. Nuestro plan de estudios era, respecto al conjunto Humanidades y Filosofía,
un trivium y quatrivium modernizados, en los que la ausencia de la Astronomía
se suplía con cuatro asignaturas estudiadas de dos en dos, Física con Química e
Historia Natural con Fisiología.
Yo destacaría de mis cursos de Humanidades y
Filosofía, únicos cursados en San Bartolomé, la Historia de la Literatura
Universal, con texto de Narciso Alonso Cortés, con el que me inicié en la
lectura de obras serias, auque fuera en traducciones baratas como las de la
Editorial Iberia, y el Ars dicendi,
texto de Retórica, cuyo autor, el jesuita alemán Joseph Kleutgen, es
considerado por Hans Schwarz en Theology in a global context, de 2005,
“main head” de un grupo de neoescolásticos integrado, además de por él mismo,
por teólogos de la talla de Scheeben, Heinrich, Mercier y Maritain.
De las obras estrictamente eclesiásticas conservo como
oro en paño el Catechismus ad Parochos,
admirable documento de latín humanístico, rico en enseñanza fundamentada en
multitud de citas bíblicas, patrísticas, conciliares, singularmente
tridentinas, y de teólogos, sobre todo de Santo Tomás.
Estas dos últimas obras tenían y tienen para mí el
atractivo de estar escritas en latín, lengua de la que me enamoré a los trece
años y mi amor hacia ella ha ido in
crescendo.
Para terminar con este apartado voy a contar una
anécdota. Tendré que acudir a las palabras de San Pablo en 2 Cor. 12, 1: Si gloriari oportet, non expedit quidem
veniam autem ad visiones et revelationes Domini.
Yo, en cambio, vendré a mis primeras oposiciones a
Agregado de Griego, celebradas en Madrid. Al término de las mismas,
desconociendo aún su desenlace, fue grande mi sorpresa al enterarme de que había
quedado en segundo lugar.
Pero lo más
gracioso fue la confidencia que me hizo el Presidente del Tribunal, D. Julio
Calonge. En un aparte me confesó que durante todas las oposiciones habían
estado intrigados al ignorar mi procedencia. De los demás opositores sabían que
unos eran discípulos de Adrados, otros de Ruipérez, otros de Fernández-Galiano,
otros de Díaz Tejera, otros de López Eire, pero de mí no sabían nada. Así que
me soltó la pregunta.”Y Vd. ¿de quién es?” Enseguida me acordé del villancico:
“Dime, niño, de quién eres todo vestido de blanco.” Me reprimí y contesté a la
pregunta con una encendida loa a los profesores del Seminario de Cádiz,
haciendo hincapié en su dedicación abnegada y en el mérito que suponía realizar
una labor tan difícil sin poseer ninguno de ellos grados académicos en la
especialidad de Clásicas.
Su método era mucha traducción, pensum diario, pocas
florituras terminológicas y variedad en los textos, César, Cicerón, Ovidio,
Virgilio, Horacio.
En griego, paradójicamente, no pude explayarme, pues
mis dos cursos fueron calamitosos, y no quise presumir de autodidacta.
Con estas
palabras resumidas quedé satisfecho por haber cumplido un deber al reconocer
ante el Tribunal, al que con toda seguridad llegarían mis palabras, el inmenso
bien que me habían hecho mis profesores.
La irreversibilidad del tiempo me impidió recitarle
entonces la referencia que veinte años más tarde habría de hacer a mis
profesores y alumnos del Seminario de Cádiz en la cena de despedida con motivo
de mi jubilación. Hela aquí:
“Los alumnos de hoy, con aquellos
lejanos
Que en las humildes aulas de un viejo
Seminario
Recibieron un día
Mi primer entusiasmo,
El único bagaje que, sin otra ciencia,
Realizó aquel milagro.
Allí se hizo posible la armonía
Del mensaje cristiano con lo clásico;
Allí sonó la voz ciceroniana,
Como caudal de ríos embridados;
Allí lloró Virgilio el hundimiento
De Troya entre las llamas y el engaño;
Allí enseñaba Horacio la mesura
Del “ne quid nimis”, la áurea medianía,
Y lograba escapar de la censura
Un leve “carpe diem” amansado.
Ovidio, Cicerón, Virgilio, Horacio:
Estos fueron los únicos maestros,
Yo sólo fui la voz para el relato,
Torpe continuador improvisado
De otros maestros, que en las mismas
aulas
También, siendo yo un niño, me guiaban
En mis primeros inseguros pasos”
Y ahora sí que termino. En 1º de Filosofía también
tuve al P. Alegre de profesor.
Sucedió
ese año un hecho de consecuencias imprevistas. Se celebró una Academia, ese
ejercicio público y solemne, herencia jesuítica, en el que se exponían los
progresos realizados por los alumnos en la materia o materias del curso. Tenía
lugar en el Salón de Actos, con asistencia de todos los alumnos de la materia,
y muchas veces del Sr. Obispo.
Ese curso eligió el P. Alegre la discusión sobre el
principio de causalidad. Troya sería el ponente y yo el oponente. Mi misión
consistía en poner objeciones, que el defensor de la tesis tendría que rebatir.
Todo muy inocente e inofensivo. El P. Alegre me dio a leer una obra de Johannes
Hessen, filósofo católico neokantiano. Me acotó el apartado de la segunda parte
de la obra, referente a la Teoría especial del conocimiento, que trataba del
principio de causalidad.
Mi objeción se basaba en que la fórmula de tal
Principio, pacíficamente aceptada por todos, ya en latín: Nullus effectus sine causa, ya en lengua vernácula: “Todo efecto tiene una causa”, era
o bien un principio analítico en el que el predicado resulta del concepto del
sujeto, o bien un principio, según otros filósofos, puramente idiomático y
léxico, integrado por conceptos correlativos. Incluso etimológicamente se
podría demostrar su esterilidad, puesto que venía a decir que “toda cosa hecha desde fuera (ex-factus > ef-fectus)
tiene una cosa fuera (causa) que la
ha hecho (fecit). Era como pasar a voz activa una oración en voz pasiva.
Pero no se entendió ni por parte del Sr. Obispo ni por
la del P. Barreiro que se celebraba un debate, que la objeción pretende sembrar
la duda en el defensor de la tesis y obligarlo a perfilar conceptos ni, lo más
importante, que se trataba de la modificación deseable de una fórmula, no de la
existencia de la causalidad en el mundo, cuya negación paralizaría la actividad
desde la fontanería hasta la microbiología.
Cierro los ojos y veo al Sr. Obispo encasquetándose de
vez en cuando el solideo y dirigiendo hacia la improvisada tribuna un dedo
admonitorio, mientras defendía, como guardián de la fe, la existencia de un
Dios creador frente a doctrinas deletéreas propagadas en el mismísimo Seminario;
y, llegado su turno, al P. Barreiro, con semejante energía pero distinta gestualidad,
juntando delante del pecho ambas manos con los dedos unidos por las yemas, para
alzarlas luego al aire y separarlas bruscamente, simulando la erupción de un
ardiente géiser, mientras exclamaba:”Ex nihilo nihil fit, ex nihilo nihil fit”
Yo permanecía absorto, consciente de que los dardos
iban dirigidos al P. Alegre, que, como un San Sebastián, recibía en el pecho su
justo castigo por haber tenido la inconcebible osadía y la obsesiva incongruencia de empeñarse en
inculcar sentido crítico en unos estudiantes de Filosofía.
Aquella
malhadada Academia acarreó grandes cambios y alarmantes coincidencias. El P. Alegre
fue destinado a Jimena de la Frontera con la misión de seguir investigando en la
reformulación del principio de causalidad; no habían pasado dos años cuando Don Hermenegildo Pacheco entraba en el aula de 1º de Filosofía; en la calle
Real de San Fernando Don Recaredo García Sabater conservaba su pacífico
gobierno de la Parroquia Vaticana y Castrense de San Francisco, y en 1949 Don
Ataúlfo Argenta era nombrado Director único de la Orquesta Nacional.
De esta manera, en la mitad del siglo XX, consolidaban
su poder los visigodos en España.
Juan de la Fuente