domingo, 4 de octubre de 2009

Formas, fórmulas y formulismos

José Antonio Hernández Guerrero

En el oportuno debate que se ha abierto sobre la autoridad de los profesores la discusión se centra, a veces de una manera frívola, en la importancia de las fórmulas de cortesía que, tradicionalmente, usábamos para expresar el respeto mutuo y para marcar las distancias. Como ejemplos solemos aducir el uso del usted y el empleo de las tarimas en las aulas. Unos defienden que el abandono de estas prácticas es uno de los causantes del progresivo deterioro de la autoridad de los profesores y otros sostienen, por el contrario, que estas fórmulas son anacrónicas, debilitan la confianza e, incluso, impiden una comunicación fluida.
En nuestra opinión, es necesario que, a partir de las experiencias personales de cada uno, guiados por los análisis de los especialistas en pedagogía y orientados por las consideraciones de los expertos en el uso de los diferentes lenguajes, reflexionemos sobre la eficacia de las expresiones de respeto y sobre sus significados reales en los contextos familiares, laborales o sociales en los que los empleamos. Hemos de partir de un principio que, por su formulación inevitablemente teórica, a veces nos resulta música celestial o vana palabrería pero que, si lo utilizamos como criterio para valorar nuestras actitudes y como pauta para orientar nuestros comportamientos, puede resultarnos práctico. Me refiero a esa afirmación que ya he repetido en varias ocasiones: “Las formas casi siempre determinan los contenidos y siempre los condicionan”.
Ésta frase -que, insisto- a algunos puede sonar a sentencia vacía o a máxima categórica, es el simple reconocimiento de que, de hecho, interpretamos y valoramos los comportamientos a partir de los mensajes nos entran por los sentidos: por la vista, por el oído, por el olfato, por el tacto y por el gusto. Todos sabemos que, por ejemplo, dos palabras con el mismo significado -“trasero” y “culo”- suenan bien o mal dependiendo del significante que empleemos pero reconozcamos que la primera pone de manifiesto la delicadeza del que la pronuncia y el respeto que le inspira su interlocutor. La conclusión es evidente: las conductas que hieren la vista, chirrían a los oídos, huelen mal o asquean, son rechazadas o despreciadas aunque, a veces, en el fondo no sean tan perversas.
El problema surge cuando estas formas de urbanidad elemental carecen de un contenido noble o cuando no son sinceras, sino que las empleamos como meras formas o como fórmulas vacías y tramposas: cuando las palabras, las expresiones o los gestos son máscaras que tratan de engañarnos producen el efecto contraproducente de la falsedad, del disimulo, del fingimiento o de la hipocresía. Cuando son cajas vacías envueltas en papel de regalo, generan descrédito, desconfianza, irritación y risa.
En realidad –como todos habrán advertido- me estoy refiriendo a la educación, a la urbanidad, a la corrección y a la cortesía, a ese conjunto de normas que regulan las relaciones, facilitan la convivencia, estimulan la colaboración y hacen que la vida ciudadana –recordemos el significado de “civilización” y de “urbanidad”- sea más agradable. Lo digo de una manera más clara: caminar por la derecha, ceder el paso, pedir la hora por favor, dar las gracias, escuchar antes de hablar o tratar de usted a quienes no conocemos constituyen, además, unas pruebas de sensibilidad, de respeto y de amabilidad.

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