viernes, 20 de marzo de 2009

Viejos y ancianos


Viejos y ancianos
José Antonio Hernández Guerrero

La interesante, amena y profunda conversación que acabo de mantener con los académicos Antonio Mingote, Gregorio Salvador y Darío Villanueva me ha generado una reflexión sobre las diferentes maneras de recorrer nuestros respectivos tiempos. Ellos constituyen demostraciones contundentes de que los hombres y las mujeres envejecemos de una forma distinta de la que lo hacen un caballo o una palmera, una vela o una mesa.

El envejecimiento de los animales y de las plantas es parecido al deterioro de los objetos materiales: es un proceso de desgaste progresivo que limita sus actividades e impide sus funciones orgánicas. Con el paso del tiempo, estos seres se convierten en instrumentos inservibles y, en consecuencia, son desechados.

Los seres humanos, por el contrario, a medida que pasa el tiempo, si cuidamos el cuerpo y el espíritu, seguimos creciendo hasta que la última enfermedad nos apaga la vida. Hemos de distinguir, por lo tanto, la ancianidad y la vejez. La primera noción posee un contenido positivo, y la segunda, por el contrario, una connotación negativa. Preparar la ancianidad es mirar nuestra propia existencia examinado los elementos que pueden resultarnos rentables: es prestar atención al camino recorrido y contemplarnos a nosotros mismos duplicados.

Con este fin hemos de decidirnos a aceptar serenamente las realidades, a respetar espacios y los tiempos vitales y, en resumen, a comprender nuestras vidas. Preparar la ancianidad es cuidar el organismo con el fin de prolongar su capacidad de movimiento y de aumentar la sensibilidad, esa facultad de disfrutar con los olores, sabores, sonidos, texturas, luces y colores, pero, sobre todo, con el propósito de lograr que se desarrollen las destrezas de recordar y olvidar, de esperar y soñar, de hablar y callar, de amar y crear.

El arte de envejecer consiste, sobre todo, en desplegar todas las capacidades para seguir creciendo, para alcanzar una vida más plena, más consciente, más intensa y más humana: para interpretar, comprender, valorar, disfrutar y vivir plenamente en el mundo actual. Por eso afirmamos que una ancianidad confortable tiene mucho que ver con la salud del cuerpo, con el alimento del espíritu, con el crecimiento ético y con la educación estética, con el trabajo y con el ocio, con los recuerdos y con las ilusiones, con la esperanza y con el amor, con la vida y con la muerte.

Ocupados y preocupados por los múltiples quehaceres de cada día, no caemos en la cuenta de que el mayor capital que poseemos es la propia vida y, en consecuencia, no encontramos con facilidad las fórmulas adecuadas para administrarla ni, mucho menos, para aprovecharla extrayendo todos sus jugos. Pero para vivir humanamente también deberíamos comprender la aparente paradoja según la cual vivimos más plenamente la vida, si no nos apegarnos excesivamente a la vida, si dejamos que nuestro tiempo fluya mansamente hasta llegar a su plenitud.

Hemos de ser conscientes de que aferrándonos excesivamente a la vida, en vez de purificarla, la dañamos y, a veces, la acortamos. Este pensamiento está formulado, como es sabido, en el Evangelio de San Juan: “El que ama su vida la perderá”. La ancianidad es la época en la que recogemos los frutos maduros y saboreamos los jugos nutritivos de las experiencias más fecundas y gratificantes de nuestra existencia.

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