viernes, 6 de marzo de 2009

Guardar las distancias

José Antonio Hernández Guerrero
Me dice Lola que, finalmente, fue ella quien decidió distanciarse durante un tiempo del marido e, incluso, de sus dos hijos. “No fue exactamente –me explica- una separación sino un simple traslado domiciliario porque, aislados, ya lo estábamos hace, al menos, tres años, y, paradójicamente, ahora nos sentimos más unidos”. Ella estaba convencida de que eran los ordenadores y todos esos otros aparatos destinados a facilitar la comunicación los que, últimamente, habían contribuido más al distanciamiento familiar y a convertir a las familias en archipiélagos de islas incomunicadas.


Sebastián estaba enganchado al ordenador todo el tiempo que permanecía en la casa. Lola había empezado a sentir verdaderos celos y decía que este aparato odiable era el verdadero amigo y el único interlocutor de su marido; que en él había depositado toda su confianza y todo su cariño. Y los niños, Juanito y Rosa, sólo vivían al ritmo que les marcaban los programas del televisor. Pero el problema era más grave porque ella, a pesar de compartir el mismo espacio, no sólo se sentía distanciada de ellos sino que, también, se había alejado de sí misma. Me explicaba cómo sólo se dirigían unas palabras meramente rituales que indicaban los cambios de actividades y, más concretamente, el momento de sentarse a la mesa para ingerir, pendientes de las imágenes del televisor, la comida que ella había preparado.

Ahora, desde el pequeño apartamento al que se ha retirado, totalmente sola y gracias al ordenador portátil y al teléfono móvil, ha logrado reanudar las conversaciones con su marido y las charlas con sus dos hijos. Está sorprendida porque, por primera vez, todos se atreven a expresar sensaciones intensas y sentimientos profundos; les resulta fácil declarar las ansias que les invaden de estar juntos para sentirse unidos cordialmente y, sobre todo, para conversar sobre lo bien que lo pasan cuando, eentusiasmados, repasan los recuerdos de los acontecimientos que han vivido juntos o cuando, ilusionados, hacen proyectos de futuro. Ahora, separados por varios kilómetros, tienen la grata sensación de sentirse acompañados, comprendidos y queridos.

Porqué, se pregunta, a veces la comunicación es más fácil en la distancia. Es posible, se responde ella misma, que sea porque, para establecer vías de comunicación sea imprescindible garantizar un espacio privado en el que cada uno de los interlocutores defienda su intimidad, ese recinto personal y sagrado que es inviolable. Quizás ahora estén descubriendo que la condición indispensable para dialogar, para comunicar, para colaborar y para compartir, es que cada uno garantice su propia autonomía.

La convivencia exige respeto mutuo y el respeto supone que aceptemos la identidad de cada una de las personas y que renunciemos a inmiscuirnos en los tiempos, en los espacios y en los asuntos personales de nuestros interlocutores.

Por eso, a veces, nos viene bien que establezcamos cierta distancia física. Hemos de reconocer que, para construir un grupo unido, es indispensable que aceptemos las irreductibles diferencias que nos separan de las demás personas y que todos defendamos el recinto de la vida personal con el fin de impedir contagiar a los demás con nuestras sensaciones y de evitar salpicarlos con nuestros humores, con nuestros sentimientos, deseos, temores, amores u odios.

No tenemos derecho a imponer a los demás mortales, por muy próximos que estén de nosotros -por muy amigos o familiares que sean-, nuestros olores, sabores y colores.

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