viernes, 3 de abril de 2009

Torpeza_sábado_4_abril

José Antonio Hernández Guerrero

Ya les he dicho que Lola acogió en su hogar a Rocky porque fue empujada por un sentimiento de lástima, tras haber contemplado su mirada triste y apagada. Le había sorprendido la rapidez con la que él cogió confianza y la habilidad con la que, según ella, interpretaba todas sus palabras, sus gestos e, incluso, las expresiones de su rostro. Rocky advertía a la perfección cuando ella estaba contenta o disgustada, preocupada o distendida. Su marido, Sebastián, y sus dos hijos, Pepe y Rosa, comentaban cómo, aquella inicial lástima de Lola se fue transformando en unos sucesivos sentimientos de compasión, de afecto y de ternura, que ella expresaba a través de los múltiples cuidados que le prodigaba: lo duchaba varias veces a la semana, lo peinaba y hasta lo perfumaba con una colonia perruna.

Pero lo que más llamaba la atención a los amigos que visitaban la casa era el confort de la caseta que le preparó en un rincón de su espaciosa cocina. Pepe –el que más molesto se sentía por este comportamiento de la madre- con indisimulado tono de indignación le repetía una y otra vez: “¡Hay que ver la habilidad que tienes para convertir a Rocky en un perro mariquita!”

Según unas investigaciones realizadas recientemente en la Universidad de Estocolmo, las nuevas generaciones de perros con pedigrí, normalmente sociables y curiosos por naturaleza, se están volviendo desinteresados, indolentes, tímidos y menos obedientes a las órdenes de sus amos. Han llegado a la conclusión de que estos perros están perdiendo los instintos que tenían sus predecesores. Según los análisis de varios especialistas, estos cambios de comportamiento obedecen a la excesiva “civilización”, “urbanización” o “domesticación” de unos animales cuyo hábitat natural no son las actuales viviendas urbanas donde, además de perder su fuerza, su agilidad y sus habilidades, se hacen perezosos, cómodos, torpes, amanerados y presumidos.

Reconozco –queridos lectores- que soy uno de esos comentaristas que adoptan cierta prevención a la hora de abordar asuntos relacionados con la disciplina, con la austeridad, con el sacrificio, con el esfuerzo, con la sobriedad, con el trabajo; les confieso que -debido a mi frivolidad- me preocupa que tachen mis comentarios de sermones o de piadosas recomendaciones ascéticas, pero no tengo más remedio que admitir que estos modelos de vida muelle que los adultos ofrecemos en la actualidad a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes, y que las blandas pautas de comportamiento que les transmitimos en la familia y que, además, el bombardeo publicitario que reciben de manera permanente les impiden que descubran la necesidad de cultivar esas virtudes que, fortaleciendo el cuerpo y el espíritu, los preparan para luchar en unas condiciones que cada vez les son más adversas.

Les juro que les digo la verdad si les cuento que un catedrático de universidad me confesó con toda seriedad que le gustaría ser rector para viajar en un conche de lujo conducido por un chófer oficial. ¿También creen ustedes que el lujo en los despachos, en los atuendos o en los vehículos es una exigencia ineludible para mantener la dignidad de un cargo de servicio público? ¿Piensan de verdad que, para inspirar respeto, son necesarios el derroche y la ostentación? ¿Creen que el buen gusto y la elegancia tienen mucho que ver con los presupuestos dedicados a gastos suntuarios? ¿Piensan de verdad que el buen gusto y la elegancia es igual que confort, la pompa y el boato? Nada me extrañaría que algunos piensen que estas ideas han de ser tachadas de fácil demagógicas.

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