sábado, 16 de enero de 2010

Odio

José Antonio Hernández Guerrero

En la actualidad, un amplio sector de nuestra sociedad se muestra especialmente sensible ante la creciente proliferación de una serie de episodios tan reprobables como las agresiones sexuales (todas criminales), la violencia de sexo (todas perversas) y las guerras fraticidas (todas injustas). Estos comportamientos crueles constituyen el pertinaz objeto de muchas de nuestras conversaciones habituales y la materia preferida de un elevado número de análisis periodísticos de diversos géneros y de distintos calados. Todos coinciden en calificar estas acciones con unos epítetos tan expresivos y con unas expresiones tan contundentes como crímenes horrendos, asesinatos vergonzosos, delitos crueles u ofensas atroces a nuestra condición humana.Nos sorprende, sin embargo, la escasa atención que prestamos al examen de las sinuosas raíces que, atravesando las capas de nuestra compleja personalidad, nacen en la profundidad oscura de nuestras inhumanas entrañas. Me refiero al odio, esa fuerza mortífera -homicida y suicida-, ese veneno pernicioso, ese virus contagioso que -difícil de controlar e imposible de disimular- se alimenta permanentemente con unos mensajes que, de manera burda o sutil, lanzan quienes profesionalmente deberían colaborar en la construcción de un modelo de ciudadano más digno y de una sociedad más humana. El odio, como todos sabemos, nubla la vista, ofusca la razón, carcome los sentimientos más nobles, desacredita al sujeto que lo alberga y devora a la sociedad que lo sustenta. Aunque, en ocasiones, puede ser una reacción natural y momentánea a agresiones injustas, suele ser el fruto podrido de unos gérmenes que, plantados en una tierra propicia, se han regado con las turbias aguas del resentimiento y han respirado el ambiente viciado de rencor. Resulta doloroso comprobar cómo, de una manera permanente, los líderes políticos de diferentes signos ideológicos, con la intención de que sean más eficaces sus consignas, cargan sus propuestas e impulsan sus decisiones con la pólvora mortal del odio, una fuerza que amplía hasta el infinito el diámetro de sus ondas expansivas, gracias a la considerable ayuda que le prestan los medios de comunicación. A veces, incluso las instituciones sociales, políticas y religiosas incluyen una variable dosis de odio en la dieta con la que alimentan a sus miembros con el fin de reforzar la capacidad de difusión con mayores energías agresivas. Ayer mismo, con el fin de censurar a un determinado político, un lector me enviaba un mensaje en el que me comentaba que tal señor no era digno de ocupar un puesto de responsabilidad porque carecía de la agresividad necesaria para dedicarse a la política. A través de estas líneas me permito expresarle mi opinión de que los seres inicuos que alimentan el odio de los ciudadanos constituyen un permanente peligro para las instituciones en las que están integrados, profanan las causas que defienden y manchan el prestigio de sus respectivas ideologías porque, paradójicamente, debilitan las razones y los argumentos en los que se apoyan y acrecientan los problemas que pretenden resolver. El odio es un viento incontrolable que levanta tempestades e, irremisiblemente, hace zozobrar las barcas en la que juntos navegamos.Creo, además, que deberíamos ser más cuidadosos en el empleo de esta palabra tan grave y evitarla cuando, quizás, sólo pretendemos expresar las sensaciones de disgusto, de desagrado o molestia, o los sentimientos de antipatía, de enemistad o de animadversión. Es evidente que exageramos cuando, por ejemplo, afirmamos que odiamos el calor o el frío, la música moderna o la pintura abstracta, o, simplemente, levantarnos temprano o acostarnos tarde. Ni siquiera el odio merece ser objeto del odio.

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