domingo, 13 de septiembre de 2009

TELETRABAJO

José Antonio Hernández Guerrero

Según los medios de comunicación, algunas empresas proyectan proporcionar ordenadores portátiles a los trabajadores con el fin de que, si éstos se contagian de la gripe A, sigan desarrollando en la cama las tareas laborales. Con esta medida pretenden que se mantenga el nivel de productividad. Por otro lado, también hemos tenido noticias de que el Ministro de Educación, Ángel Gabilondo, ha prometido que firmará un convenio con todas las Comunidades Autónomas con el propósito de que todos los alumnos de 5º de Primaria posean un portátil con el que puedan seguir aprendiendo en sus respectivos hogares. Ya es sabido que, gracias a la teleinformación, podemos leer los periódicos sin necesidad de acudir al kiosco y que, a través de la teletienda, podemos comprar los productos sin hacer colas en los mercados.


No tengo la menor duda de que los progresos de la telemática –teleinformación, telenseñanza, teletrabajo y teletienda- nos proporcionan notables ventajas para el trabajo, para el estudio, para el negocio y para la diversión, pero no me atrevo a afirmar que, de esta manera, se mejore la calidad de los trabajos o se eleve el nivel de nuestro bienestar individual o familiar. Sabemos que posibilita la prolongación de la jornada laboral y facilita la distribución del tiempo ya que podemos empezar, terminar y distribuir las tareas de diferentes maneras, ajustarlas a nuestras posibilidades y a las preferencias de cada uno y nos ahorra el tiempo que gastamos en desplazarnos al taller o a la oficina, pero, en mi opinión, ese trabajo a distancia, ese “capitalismo rápido”, como lo llama Ben Agger, también reduce el tiempo y los espacios privados y, sobre todo, elimina el contacto, la comunicación directa, la colaboración personal y, en consecuencia, dificulta el desarrollo de la “cultura de la afectividad” cuya condición es que estemos físicamente cerca para podernos mirar, escuchar y tocar.


Estoy convencido de que el contacto personal posee una importancia cardinal en la enseñanza, en el trabajo y en las relaciones comerciales. No podemos perder de vista que buena parte de la eficacia de estas actividades depende de las disposiciones emocionales que transmitimos a través de las expresiones del rostro, de los gestos y de la entonación de las palabras. Tampoco deberíamos olvidar que el éxito profesional no sólo consiste en obtener mayores ganancias económicas sino también en ser conocidos y reconocidos, en conocer y en reconocer a los demás. Por eso los psicólogos coinciden en que el rendimiento de los trabajadores, de los estudiantes y de los clientes depende, en gran medida, de sus sentimientos, de su amabilidad, de su compasión, de su ternura, de su alegría y, en resumen, de su simpatía y de su empatía. No exageramos, por lo tanto, si afirmamos que la eficacia de nuestros trabajos está relacionada con los sentimientos que entrecruzamos con los destinatarios de nuestras actividades y de nuestras palabras.


Por eso afirmamos que la capacidad de comunicación se convierte en una destreza imprescindible para el ocio y para el negocio. Me estoy refiriendo al ethos comunicativo, a esa facultad que, diluyendo las divisiones y los enfrentamientos, nos ayuda a vernos en la mirada del otro y a establecer relaciones de empatía. Cuando se borran las fronteras que separan el hogar y el lugar de trabajo, cuando se confunde el tiempo de descanso y el de trabajo, y cuando, por estar siempre a disposición del jefe, se elimina el tiempo sagrado que hemos de dedicar a nosotros mismos y a la familia, por mucho que rinda nuestro trabajo, el bienestar se pone en peligro.

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