viernes, 16 de enero de 2009

Ladridos y palabras

Ladridos y palabras
José Antonio Hernández Guerrero

A pesar de la distancia que los separaba, Lola advirtió que Rocky –ese perro amigo que la había abandonado por celos- la seguía durante todo el trayecto hacia el Instituto.
Durante toda la mañana él permaneció recostado en la acera esperando que terminaran las clases.
Éste era el acuerdo tácito al que habían llegado al comienzo del curso: los dos estaban convencidos de que mezclar los asuntos profesionales con los familiares perjudicaba tanto al trabajo como a la familia.
Durante el regreso, Rocky la siguió a la misma distancia pero, cuando se aproximaron al domicilio, él se adelantó y la esperó delante de la puerta. Lola se hizo la despistada, entró, cerró la puerta y dejó a Rocky fuera.
Durante los cinco días siguientes los dos repitieron el mismo comportamiento con el fin de ocultar su incontenible y común alegría por el reencuentro y con la intención de enfatizar los mensajes entrecruzados que silenciosamente se enviaban.
Lola, con su aparente despiste, trataba de dar la impresión de que no lo había visto, y Rocky, con una forzada expresión de tristeza, subrayaba su profundo arrepentimiento por haber abandonado el hogar sin tener razones suficientes.
La separación espacial y el silencio temporal, aunque fueron breves, produjeron en los dos unos considerables efectos terapéuticos.
Rocky comprendió que aquella reacción suya había sido excesiva, y Lola comprobó cómo algunas ingenuas manifestaciones de cariño con otros seres e, incluso, con otros objetos, se prestan a peligrosas interpretaciones.
Los dos habían descubierto que marcar y respetar los territorios personales y guardar silencio antes de intervenir eran las condiciones indispensables para alcanzar éxito en las negociaciones. Tengo la impresión de que estos dos principios elementales son desconocidos por algunos de nuestros políticos y por muchos periodistas ya que, frecuentemente, confunden los papeles y hablan antes de pensar.
Estamos de acuerdo en que, cuando se producen fallos, hemos de denunciar a los responsables pero, a condición de que todos nos esforcemos por buscar sus orígenes, por elaborar un acertado diagnóstico y por aplicar los remedios eficaces. Por eso opinamos que mantenerse en silencio hasta que se serenen los ánimos evita que, víctimas de nuestros propios impulsos, lancemos ruidosos ladridos, y nos ayuda a encontrar palabras adecuadas.
La palabrería, por el contrario, desenfoca y distorsiona las medidas de los episodios y oscurece nuestra visión de la realidad. La más elemental lucidez exige que reconozcamos los errores, y la conciencia ciudadana nos impone la obligación de corregirlos.
Algunas reacciones incontroladas quizás resulten comprensibles en niños y en adolescentes, pero son inaceptables en los conciudadanos a los que les encomendamos la administración de nuestros asuntos públicos. Los errores más graves de la ministra Magdalena Álvarez no consisten, a mi juicio, en la falta de previsión ni en su acento andaluz, sino en la banalidad de las explicaciones y en la agresividad con la que las expone.
Los defectos de su pronunciación no se deben a su condición de andaluza sino a su torpeza para administrar los silencios y a su incapacidad para controlar el tono de su voz y para evitar que, cada vez que habla, los oyentes tengamos la impresión de que nos está riñendo.
Tenemos noticias de que el PP ha solicitado el asesoramiento de una empresa para mejorar la imagen de Mariano Rajoy.
Esperamos que, en vez de cambiarle la indumentaria, los gestos o su pronunciación gallega, le proporcionen fórmulas válidas y estrategias eficaces para callar más y para hablar menos.

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