miércoles, 27 de diciembre de 2017

Sortear la vejez y vivir la ancianidad





José Antonio Hernández Guerrero


El comienzo de un nuevo año es –puede ser- otra nueva oportunidad para que re-novemos nuestro propósitos de cambiar, mejorar, crecer y vivir nuestras vidas de una más nueva. Hemos de partir del supuesto de que, para iniciar el tratamiento que retrasa la vejez y prepara la ancianidad nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde. Es necesario, por supuesto, que, además de una férrea voluntad, seamos constantes, pacientes, inteligentes y habilidosos con el fin de evitar, en lo posible, sucumbir a las redes que, desde nuestra más tierna infancia, nos arrastran hacia la vejez. Vosotros -queridos amigos-, igual que yo, conocéis a viejos de catorce, de veinte, de treinta o de cincuenta años, y, vosotros, igual que yo, habéis tratado con ancianos que, a pesar de haber cumplido setenta u ochenta años, siguen surcando el río de la vida sin permitir que los atrape la vejez. 


Hemos de estar atentos para identificar esos síntomas que revelan su aparición y hemos de emplear lo antes posible la terapia adecuada para atenuar sus perniciosos efectos. Igual que ocurre con los demás trastornos psicosomáticos, los indicios de la vejez que advertimos con claridad en los demás solemos justificarlo cuando los padecemos nosotros.


Si la ancianidad radica en sentirse a gusto en el tiempo en el que vivimos, en el lugar que habitamos, con las personas que nos rodean y con los objetos que usamos, la vejez, por el contrario, aparece cuando experimentamos un incontrolado malestar que nos impulsa a quejarnos de todo y de todos. 


Al viejo le molesta todo lo que es diferente a los modelos que, de manera rígida, configuró su manera de pensar, de sentir y de actuar. Si la ancianidad consiste en colaborar generosa y hábilmente en la construcción de una nueva sociedad, la vejez comienza cuando, a cualquier edad nos situamos a la orilla de la corriente, cuando perdemos, no sólo la capacidad para degustar nuevos sabores, sino también cuando, al disminuir la facultad de asimilar las nuevas sustancias, dejamos de crecer y de producir frutos. El anciano se transforma en viejo cuando, de manera voluntaria u obligado por las circunstancias, se margina de las corrientes imparables de las inevitables transformaciones de la vida: cuando, por no hacer suficientes ejercicios mentales y emotivos, las arterias de su cerebro, de su corazón y de sus entrañas sufren una esclerosis. Y es que, efectivamente, la vejez es una degeneración es un híbrido de materia y de espíritu, de biología y de psicología: posee un componente material, físico, neuronal y endocrino, y otro mental integrado por ideas, por sensaciones, por emociones, por recuerdos y por temores. 

Os deseo -queridos amigos- que despidáis el año viejo con gratitud y, sobre todo, que iniciéis el nuevo año dispuestos a renovaros por fuera y por dentro.






jueves, 21 de diciembre de 2017

Argantonio, 3

                                                           ARGANTONIO  3

Aunque estas cartas se dirigen ‘al DIRECTOR’ es posible que las lean algunos lectores del Diario. Y no creo que ni el primero ni los segundos estén excesivamente interesados en conocer la casa gaditana donde ‘nacieron’  a un servidor un frío mes de Enero del año 1935 del pasado siglo…
No pretendo (sería imperdonable presunción)  -parafraseando ‘Retrato’ de Machado- decir que ‘mi infancia son recuerdos de un Patio de  Sevilla’…Porque, aunque Argantonio 3 tenía un bonito patio, con aljibe y montera, en él que no ‘maduraba el limonero’ como en el de la Casa de Pilatos o el Palacio de Dueñas….
Porque, además, mi padre nunca fue administrador de la Casa de Alba, sino Representante Provincial de la Compañía Industrial Expendedora. O sea, don Luis ‘el de los cerillos’ como era conocido por los estanqueros y chicucos de entonces. Y a los que –las tardes de los jueves que ‘no había colegio’-  este ‘quillo` despachaba cerillos por ‘gruesas’ (doce docenas) empaquetadas en seis o doce cajillas, ayudando a su padre en la accesoria/almacén de Argantonio 3 donde vivíamos.
Cuento todo esto –aunque creo que poco o nada interesará a posibles o escasos lectores- porque la calle Argantonio, y otras cercanas, guardan muy buenos recuerdos para los que –niños entonces, hoy ‘peinamos canas o ya ¡ni canas peinamos!-  jugábamos en ellas con pelotas de trapo…
¡Por favor! Que la fiebre de la ‘desmemoria  histórica’ no siga ‘progresando’.
Que lo de ‘Ramón de  Carranza’ (que nunca para un gaditano de ‘buena nación’ será ‘4 de Diciembre’ y sì Canalejas) , no se contagie.  Que no alcance  al entorno ‘argantoniano’. Ni  a ‘Beato Diego’, ni a ‘Doctor Zurita’, ni a ‘General Luque’, ni a ‘Corneta Soto Guerrero’….
Comprendo la  vuelta a lo ‘castizo’: Mina, Mentidero, Palillero, Pelota (aunque no estoy seguro de que ‘Alonso el Sabio’ fuese ‘franquista’…)
Pero, por favor, no me toquen a Argantonio. Que, dicen –historia, leyenda o mito- que Argantonio (‘hombre de plata’) fue un rey tartésico , muy longevo, del 600 al 500 a.d.C., aproximadamente.
Tampoco vale la rotulación antigua, muy anterior a la guerra: ‘Calle de los Flamencos Borrachos’. Sean los flamencos que sean.
Porque, remedando la copla: ‘Que soy la Carmen de España. Y no, la de Merimée. Y no, la de Merimée’.
Pues eso. ‘Somos  Flamencos Borrachos. Y no, los de Puigdemont. Y no, los de Puigdemont’….  





                                                                                               Luis J. Suárez Alvarez
                                                                                                DNI 31062170

                                                                                                  Cádiz.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Obituario
Con escasos días de diferencia fallecen los diáconos permanentes gaditanos Florencio Romero Meléndez y Antonio Hörh Gómez
                    José Antonio Hernández Guerrero   
Los dos recibieron el Orden del Diaconado el día ocho de diciembre de mil novecientos ochenta y cuatro. Los dos hicieron compatibles sus entregas a la familia y las diversas actividades ministeriales. Florencio desarrolló su trayectoria pastoral especialmente dedicado a la ayuda de las familias, colaborando en el Centro de Orientación Familiar y en las Parroquias de San Lorenzo, El Rosario y Santa Cruz, de Cádiz. Antonio ejerció, durante el tiempo que mantuvo la salud, la catequesis y la administración de los sacramentos, en especial el Bautismo, en la Parroquia de San José y la atención a los enfermos en la Clínica de la Salud.
La familia -me repitió Florencio en reiteradas ocasiones- no está solamente para amarse a sí misma, sino también para dar testimonio del amor al mundo que se encuentra fuera de la familia. Me decía que la pauta que seguía en sus “modestos” quehaceres apostólicos estaba definida en unas palabras de Pablo VI dedicadas a la Iglesia, ‘o es misionera o no lo es”.
En la largas conversaciones que mantuve con Antonio, especialmente durante su última hospitalización, me explicó su extrañeza de que, en la actualidad,  en un mundo en el que existe tanta pobreza, tantas dificultades, tantas personas mayores y tantos enfermos, no surgieran más vocaciones de diáconos permanentes “porque -fueron sus palabras- somos nosotros, sin duda alguna, los especialistas para llegar a todas estas personas como hacía Jesucristo, a través de la cercanía, del consuelo, de la compasión y del amor”. Los dos -Florencio y Antonio- eran conscientes de sus compromisos, los dos estaban “orgullosos” por poseer los bellos y valiosos tesoros que encierran los sacramentos del Matrimonio y del Orden, los dos estaban agradecidos por los diferentes vínculos que la familia y el diaconado –fuentes permanentes de inspiración y de energías- creaban en sus vidas cotidianas y los dos se mostraban contentos por sentirse más visiblemente insertados en la vida de la Iglesia manteniendo sus relaciones con sus actividades familiares, profesionales y sociales.
Aunque cada uno de ellos siguió un itinerario espiritual y pastoral diferente, las dos biografías nos sirven para comprender la incalculable riqueza de los dos sacramentos. Los dos testimonios nos ayudan a valorar los Gozos y las Esperanzas de unos hombres buenos que hicieron compatibles la vida familiar y el ministerio de diáconos permanentes. Los dos unieron el amor a sus respectivas esposas e hijos con el servicio a Cristo en las vicisitudes del pobre, el lugar teológico por excelencia. Que descansen en paz.

La importancia de los modos
                        José Antonio Hernández Guerrero   
El Papa Francisco lo acaba de formular de manera clara, aguda y precisa: “Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios”. Y es que, efectivamente, las formas poseen mayor fuerza persuasiva que los argumentos racionales por muy cartesianos que éstos sean. Este principio explicado durante más de veintiséis siglos en los tratados de comunicación solemos olvidarlo los profesionales de la enseñanza, los periodistas y, sobre todo, los líderes políticos. Nuestras maneras de transmitir los mensajes ponen de manifiesto que, sobre todo, con la expresión del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos decimos mucho más que con nuestras palabras, No tenemos en cuenta que, por ejemplo, cuando calificamos a alguien de “gordo”, de “bonito”, de “abuelo”, de “parienta” o, incluso, de “hijo puta”, estas palabras pueden sonar a piropos o a injurias, dependiendo del tono con el que las pronunciemos.

El lenguaje corporal -el más sincero y directo- es la clave con la que, de manera inconsciente, interpretamos los significados de las palabras. Por muy buenos discursos que preparemos, si en la “pronunciación” empleamos un tono irritado, si dirigimos a los oyentes unas miradas violentas y si hacemos muecas crispadas, las palabras suaves y las razones convincentes producirán el mismo efecto que, por ejemplo, el impacto de unas piedras que nos golpean en lo más íntimo de nuestra sensibilidad.

Es una pena que no caigamos en la cuenta de que, a veces, nuestros discursos suenan como ladridos de perros asilvestrados que pretenden asustar o, por el contrario, transmiten la impresión de que somos gatos acobardados que temen ser capturados e, incluso, parecemos unos lobos que, disfrazados de oveja, pretendemos seducir. Es cierto que cada uno tiene su voz peculiar, pero también es verdad que, igual que nos ocurre con la imagen corporal, si aplicamos los cuidados adecuados, podremos mejorarla y sacarle un asombroso partido. No podemos olvidar que la voz, igual que la piel, exige que la aseemos, la tonifiquemos y la mimemos, pero sin olvidar que, como ocurre con la piel, la voz es -más que una envoltura- un cristal transparente que descubre el fondo íntimo de nuestras conciencias donde palpitan las emociones, las esperanzas y los temores.
Los profesionales de la comunicación oral hemos de esforzarnos para lograr que la tesitura de nuestra voz sea la adecuada y para que el tono corresponda a las características de nuestras respectivas laringes; pero insisto en que, sobre todo, hemos de acomodar la modulación de nuestras voces a nuestra personalidad y, de manera más concreta, a los mensajes que, en un momento determinado, pretendemos transmitir. En consecuencia, deberíamos estar vigilantes para que el estrés, las sobrecargas emocionales, los conflictos profesionales o las crisis personales no nos traicionen; mucho me temo, sin embargo, que, aunque tratemos de controlarnos, no podremos evitar que se trasluzcan la acidez del odio reconcentrado, la acritud del resentimiento -quizás, durante mucho tiempo alimentado-, el veneno de un rencor rancio inútilmente disimulado, la punzada aguda del orgullo, el frío de la soledad vacía, el temblor del miedo o la blandura de la hipocresía.

Las emociones y las pasiones se reflejan de manera directa por la mirada, pero hemos de tener muy presente que hablamos con todos nuestros sentidos -con los cinco sentidos- y escuchamos, también, con los sentidos –con los cinco sentidos- y con todas las facultades, con la memoria, con el entendimiento y con la voluntad; con la mente y con el corazón. Para pensar, para amar y para hablar necesitamos ver, oír, oler, gustar y tocar. Escuchar es abrirnos de par en par; es poner en tensión todas nuestras facultades y poner en funcionamiento todos nuestros sentidos.

La indignación, efectivamente, en vez de reforzar los argumentos racionales disminuye el vigor de las razones y, en resumen, quita la razón.

lunes, 11 de diciembre de 2017

70 - Amor y vida



Resulta una obviedad afirmar que, si cuidamos el cuerpo y cultivamos el espíritu, mejoramos la calidad de la vida y, en cierta medida, aumentamos su cantidad. Aunque es cierto que todos los seres vivos -como los demás productos perecederos- tenemos marcada desde nuestro nacimiento la fecha de caducidad, también es verdad que la “mala vida” reduce su duración y la “buena vida” la prolonga. Pero hemos de tener en cuenta que, en los dos casos, nos referimos no sólo al trato que le damos a nuestro cuerpo sino también a los cuidados que le dispensamos a nuestro espíritu. Hace una semana el psiquiatra Luis Rojas Marcos afirmaba en estas mismas páginas que “una persona que recibe estímulos positivos tiene mayor esperanza de vida”, y nos aconsejaba que charláramos, que nos riéramos hasta de nosotros mismos y que hiciéramos un poco de deporte.


Podríamos completar estas recomendaciones con las conclusiones a las que han llegado unos científicos australianos tras el análisis minucioso de una amplia serie de encuestas: “quien ama vive más y mejor”. Según sus minuciosas explicaciones, este hecho cuantificado con precisión y analizado concienzudamente explica, en parte al menos, que las mujeres sean más longevas que los hombres. El profesor de Medicina, doctor Marc Cohen, de la Universidad de Melbourne, ha explicado en una conferencia sobre la salud y sobre la longevidad que tenemos evidencias múltiples para afirmar que el amor, especialmente si es abundante e intenso, es un factor primario para lograr una vida más larga y para alcanzar una elevada calidad. Ha subrayado, sin embargo, que no se refiere sólo al amor romántico y carnal sino también a todas las actividades que nos transmiten la sensación placentera de que perdemos la noción del tiempo, aquellas tareas en las que sentimos que el reloj se detiene y se borran esos límites que tanto nos bloquean e inquietan.


Este estudioso, tras una detenida investigación con conejos, ha llegado a la conclusión de que un -aunque todos seguían el mismo régimen de vida y la misma dieta de alimentos- los que eran acariciados y mimados vivían el sesenta por ciento más que los otros que permanecían aislados en sus respectivas madrigueras. En otro estudio realizado con mil israelíes que sufrían del corazón, ha concluido que los que amaban y se sentían amados por la mujer y por los hijos acusaban el cincuenta por ciento menos de anginas de pecho y de ataques cardiacos que los pacientes que habían revelado algunos problemas en sus relaciones familiares.


Un tercer estudio de la Fundación australiana para el corazón indica que el aislamiento social y la falta de un grupo de apoyo son factores tan significativos en las enfermedades cardiacas como, por ejemplo, el colesterol alto, la excesiva presión sanguínea y el abuso del tabaco. Ha demostrado que una de las terapias más potentes en las enfermedades, no sólo de la mente sino también del organismo, es el amor que, expresado con palabras, con gestos, con caricias y con besos, se siente correspondido: amor -detallan- que es deseo, voluntad, sentimiento y sensación; amor que es comprensión generosa, diálogo respetuoso, colaboración eficaz y unión física.


Estos estudios, sin embargo, nada nos dicen de un procedimiento que, a mi juicio, es el más eficaz para lograr ser amados: tomar la iniciativa y empezar amando y demostrando el amor con hechos convincentes, con gestos elocuentes y con palabras claras. Sí: compartiendo nuestras cosas, entregando nuestro tiempo y regalando nuestras palabras. Ésta es -aunque suene a tópico piadoso- la mejor manera de vivir más y mejor.
 



 José Antonio Hernández

lunes, 4 de diciembre de 2017

Libertad




José Antonio Hernández Guerrero
“Libertad” es una de esas palabras fetiches que, repetidas hasta la saciedad en nuestra sociedad y prodigadas permanentemente en nuestra cultura, despiertan en nosotros profundas resonancias emotivas y suscita complejas energías vitales. Es, también, uno de esos términos tópicos que, a veces cargados de vulgaridad, de imprecisión y de codicia, enarbolan como bandera de enganche los regímenes ideológicamente más opuestos: todos están convencidos de su singular capacidad para seducir a amplias masas de población. Esta es, en consecuencia, una de las expresiones que, cuando las contrastamos con la realidad, nos suelen desilusionar profundamente. Le ocurre como al aire que, aunque es necesario para sobrevivir, sin embargo, no es suficiente para alimentarnos.
Estoy de acuerdo en que la libertad es un derecho natural de todos los seres humanos, una aspiración permanente tanto de los que carecen de ella como de los que pretenden aumentarla, pero también hemos de reconocer que por sí sola no garantiza la obtención de los demás bienes ni la consecución del resto de los derechos humanos: libertad no es sinónimo de bienestar. En la práctica solemos olvidar que no es un objetivo final sino una condición indispensable para lograr otros fines más valiosos y más necesarios: todos conocemos a seres que, a pesar de ser libres, carecen de los medios indispensables para vivir de una manera plenamente humana de acuerdo con esa dignidad que, a veces, sólo es una mera declaración teórica.

Hemos de reconocer también que la libertad plena es utópica porque está frenada no sólo por las barreras políticas y por las convenciones sociales sino, también, por las represiones personales: por la censura institucional y por la autocensura ideológica. Este valor tan apreciado por todos nosotros, a menudo está oscurecido por los abusos de los poderosos y por el salvajismo de los políticos que, en reiteradas ocasiones, han desembocado en catástrofes sangrientas, en manipulaciones caprichosas y en propuestas sádicas que han conducido a la barbarie, a la brutalidad, al caos y a la destrucción.

Nuestra sociedad -aparentemente tan permisiva- también tiende a reducir el espacio de libertad de las personas, porque nos llena de exigencias que debemos cumplir para que encajemos en este mundo a veces tan injusto y tan irracional. El individuo, por estar inmerso en una sociedad que no admite diferencias, se siente obligado a reprimir sus propias ideas para evitar desentonar y ser rechazado por anacrónico, exótico, raro, extraño o, incluso, antisocial.
Estoy convencido de que la autocensura es aún más fuerte que la presión social; como todos sabemos, nos bloquea los pensamientos y las aspiraciones, la parte más auténtica de nuestro ser. Si es cierto que el ambiente nos impide sacar a flote nuestra personalidad, también es verdad que, aún más difícil que romper le barrera social, nos resulta saltar por encima de algunos hábitos gratuitos o de convicciones injustificadas. Hemos de reconocer, sin embargo, que, en ocasiones, desligarnos de algunos vínculos que nos constriñen, implica atarnos con otras ataduras más estrechas que las primeras, amarrarnos con unas correas que nos alienan y nos enajenan.

Recordemos que la libertad consiste en librarnos de la esclavitud, en romper unas ataduras físicas, jurídicas o emocionales que nos convierten en propiedad de otra persona o de una institución, de un objeto o de un hábito. Hemos de reconocer que, a pesar de todos los progresos, la esclavitud aún no ha sido totalmente abolida ni en la sociedad ni en la familia ni, sobre todo, en el fondo de nuestra conciencia.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Respeto



José Antonio Hernández Guerrero

De la misma manera que, a veces, valoramos más las peanas, las tribunas, los escenarios y los tronos que a los personajes que en ellos se asientan, también es frecuente que respetemos a las personas más por los cargos que ostentan, que por su condición humana y por su talla moral. En mi opinión, por el contrario, merece más respeto nuestra común dignidad humana que las distintas funciones que, eventualmente, desempeñemos. Aunque parezca una obviedad, no está demás que afirmemos que es digno del mismo respeto el general y el soldado, el rey y el ciudadano, el profesor y el alumno, el obispo y el monaguillo, el pobre y el rico, el listo y el torpe, la señora y la criada, el blanco y el negro, el creyente y el agnóstico, el guapo y el feo.    

Este respeto es -o debería ser-, a mi juicio, el fundamento último de todas las normas que regulan nuestros comportamientos éticos, nuestras relaciones sociales e, incluso, nuestras actividades políticas. En esta consideración de la persona se apoyan los derechos humanos de los individuos: unos valores que, como por ejemplo la libertad, la justicia y el trato correcto, constituyen los fundamentos de la convivencia en paz de las personas y los cimientos de la colaboración mutua imprescindible para mejorar la calidad de vida y, en consecuencia, para lograr un mayor bienestar individual, familiar y social.

Esta dignidad suprema de todas las mujeres y de todos los hombres es el escalón que nos levanta sobre los demás seres de la naturaleza, éste es el peldaño fundamental que nos constituye a todos en sujetos dignos de respeto. Las demás escalas, los escalafones, las categorías, los rangos, las jerarquías y los títulos, por muy pomposos que sean, por mucho que se revistan de oropeles, poseen una mínima relevancia si los comparamos con la básica. El respeto esencial, por lo tanto, no es una exigencia determinada por la edad, por el saber o por el gobierno, sino una consecuencia de nuestra común condición humana, es una derivación de la dignidad suprema del ser humano.

Si, aceptando esta premisa, dirigiéramos una mirada panorámica al conjunto de la sociedad y de la historia, tendríamos la impresión de que contemplamos un paisaje bastante homogéneo en el que las posibles elevaciones no deberían estar determinadas por los cargos políticos, por las relevancias sociales, por los niveles económicos ni siquiera por las “dignidades” religiosas sino, más bien, por la coherencia ética, por la competencia profesional o por el servicio social, en resumen, por la nobleza y por la calidad personal.       

A veces hemos tenido la impresión de que el respeto era esa actitud infantil, sumisa y miedosa ante los poderosos, una secuela de una carencia de libertad intelectual, moral y religiosa, en vez de ser una respuesta adulta y libre al que le confiamos una misión de servicio a la sociedad. Por eso, hemos podido comprobar cómo el tradicional despotismo del jefe orgulloso y brutal ha destruido el respeto solidario y lo ha reemplazado por el servilismo que ha dado lugar al atropello, a la huida o a la rebelión.

Hemos de evitar confundir la falta de respeto con un debilitamiento de las viejas formas y la sustitución por otras pautas acordes con la sociedad democrática. El respeto es -insisto- una de las formas de la solidaridad y, por eso, afirmo que todos y cada uno de los seres humanos son dignos del mismo respeto, aunque no estemos de acuerdo con sus ideas, con sus palabras o con sus comportamientos. La única manera de inspirar respeto es respetándose a sí mismo y respetando a los demás. Para lograrlo hemos de conocer el valor propio y reconocer el valor de los demás.

Sortear la vejez y vivir la ancianidad

José Antonio Hernández Guerrero El comienzo de un nuevo año es –puede ser- otra nueva oportunidad para que re-novemos nuestr...