viernes, 24 de septiembre de 2010

LA GRAN INTERVENCIÓN.

Rosalía estaba hoy tremendamente cansada. Después del trabajo y atender a los niños, hoy le tocaba además la basura. Desde la gran intervención, algunas barriadas de la ciudad eran prácticamente un estercolero, pero su calle tenía la suerte de que sus vecinos eran personas que sabían hablar y llegaron a un acuerdo: cada día le tocaba a uno de los vecinos tirar la basura de toda la calle con la furgoneta de segunda mano que habían comprado. Ya sólo le quedaban tres casas por recoger, vaciarla en el basurero, lavar la furgoneta y hasta dentro de quince días que no le tocaba otra vez.
Otro problema era la seguridad. Desde que los policías locales se fueron cada uno a su casa por tiempo indefinido, la convivencia ciudadana se había convertido en un desafío. La policía nacional había intentado echar una mano al principio, pero visto el cariz que estaba tomando la cosa, alegaron que eso no era tarea suya y obviaron el problema.
Todo comenzó con la gran intervención. La mayoría de los Ayuntamientos llegaron a un nivel de endeudamiento tal que casi todos sus ingresos se destinaban para pagar a los bancos los intereses de sus préstamos y no tenían recursos ni para pagar el sueldo de los funcionarios. Para solucionar el problema, se les ocurrió la idea de pedir otro préstamo para pagar esos intereses. Como cada vez les costaba más trabajo hacer frente a sus obligaciones financieras, pedían otro préstamo, y otro y otro para solucionar el problema. El Ayuntamiento llegó a endeudarse hasta el punto de que su deuda superó 2,5 veces el valor de todas sus propiedades incluido la casa consistorial.
Llegó el día en que los bancos y financieras reclamaron el pago de sus préstamos que lógicamente no podían ser abonadas. Ni en plazo ni esperanzas se vislumbraba en muchos años.
El gobierno hizo un esfuerzo, fuera de toda lógica, para salvar a todos los consistorios que pudiera y para ello se entrampó de tal forma que ahora estaba en conversaciones con el FMI intentado encontrar una serie de soluciones para hacer frente a la deuda tanto interna como externa y no caer en bancarrota, sobre todo teniendo en cuenta que el cierre de miles de ayuntamientos había enviado al paro a dos millones de trabajadores. Al principio ningún juez se atrevió a aceptar la intervención por parte de los acreedores, pero tal fue la presión y tal el descaro de los responsables consistoriales que uno, el juez Abel Quepasa, aprobó el embargo del Ayuntamiento de Numancia.
Fue como una grieta en la pared de un pantano. Inmediatamente se vino abajo y la mayoría de los ayuntamientos del país cayeron como fichas de dominó. Siete de cada diez responsables políticos terminaron en paradero desconocido. Otros estaban en la cárcel.
En el pueblo de Rosalía, los bancos se habían quedado con la finca del monte, con la piscina municipal y con la misma casa consistorial que había sido remodelada y convertida en hotel de cinco estrellas bajo la dirección de una empresa holandesa que llenaba el hotel sólo con los ejecutivos norteuropeos que venían en busca de gangas. La piscina estaba siendo utilizada como parking esperando nuevas órdenes.
Al imponerse la cruda realidad, el pueblo se proclamó entonces en asamblea que se dividió por barriadas nombrando a dos concejales por cada una de ellas. Salieron 16 concejales que, ya en el año 2015, nombraron a un responsable técnico para que, comenzando de cero, reorganizara una directiva de los asuntos públicos del pueblo. Pero no tenían nada. Absolutamente nada. Todos los vecinos habían dejado de pagar por dos razones, porque no había servicios a cambio y además porque no había quien cobrara.
Un vecino les facilitó el acceso a una pequeña nave que había sido una carpintería y allí estaban los dieciséis concejales prácticamente todo el tiempo reunidos, por supuesto de forma desinteresada hasta que un día pudieran asignarse un sueldo igual al que dejaron para ocuparse de la cosa pública. La verdad es que, según un informe técnico, parecía improbable que pudieran funcionar con reultados antes de diez años como un Ente Gestor que administrara los servicios comunes.

Lo que no sabía Rosalía era si ahora, cuando llegara a casa, iba a poder ducharse después de andar con la basura. El gobierno, en un último esfuerzo, había encargado al ejército el abastecimiento de agua de todo el país. Pero era mucho servicio para tan pocos soldados, además inexpertos en el tema. Había agua corriente sólo uno o dos días a la semana. No había autobuses así que los niños tenían que ir andando a la escuela, a cerca de medio kilómetro pero eso no le importaba mucho a ella porque ya eran mayores.
Las calles estaban sucias, pero la gente cada vez se estaba concienciando más para barrer y fregar cada uno el trozo de calle delante de su puerta.
La verdad es que cada vez más, estaba naciendo entre los vecinos la conciencia de vecino. De autónomo. De no dependiente. “Conciencia colectiva” se le estaba empezando a llamar recordando un dicho antiguo.
A los que estaban devanándose los sesos para formar el Ente Gestor, ni por la cabeza se les pasaba aprovecharse del cargo en su propio beneficio y las decisiones las tomaban después de mucho calibrarlas y consultarlas aunque corriera mucha prisa su aprobación. Cualquier persona tenía acceso libre a todo lo que se cocía en aquella carpintería donde no había tabiques ni puertas.

Rosalía se encontraba hoy terriblemente cansada pero un resquicio de esperanzada le reconfortaba porque su hijo Carlos, gracias a sus notas todo matrícula, había sido aceptado para ingresar el año siguiente en la universidad de Illinois.

Luiyi

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