jueves, 20 de agosto de 2009

LOS ESPEJOS

José Antonio Hernández Guerrero

Tengo la impresión de que uno de los ejercicios más saludables para nuestro cuerpo y para nuestro espíritu es el de mirarnos con atención en los espejos, esas herramientas mágicas que atrapan nuestra imagen y que nos la devuelven, unas veces con fidelidad y otras veces distorsionadas. Los espejos sirven para que nos contemplemos desde fuera, desde cerca, desde lejos y, si somos precavidos, desde dentro. Por eso pueden engañarnos y desengañarnos. Si tenemos habilidad para que no nos ocurra como a Narciso, en ellos podemos ver reflejados nuestros rasgos físicos más atractivos y nuestras virtudes morales más sobresalientes. Esta práctica nos resulta efectiva para sentirnos bien con nosotros mismos y para elevar nuestra autoestima. También nos sirve para identificar los defectos y para asumirlos con serenidad, para identificar las arrugas del cuerpo o las manchas del espíritu y para, tras una sincera autocrítica, mejorar en lo posible nuestra figura.

En mi opinión, también es sano que, de vez en cuando, nos miremos en esos otros espejos deformantes como los del Callejón del Gato de Madrid, en los que nuestro paisano Dorio de Gádex y el bohemio Max Estrella, según la obra de Valle Inclán, vieron la tragedia de España transformada en esperpento. De vez en cuando, podríamos entretenernos viendo cómo, mientras que en los cóncavos, con nuestra figura estilizada nos parecemos a Don Quijote, en los convexos, nuestros cuerpos rechonchos imitan al de Sancho Panza. Reírnos de nosotros mismos es la mejor terapia para curar esas paranoias que, de vez en cuando, sufrimos al creernos que somos muy diferentes al resto de los mortales.

Estoy convencido de que el mejor espejo lo encontramos en los ojos de los buenos amigos, de esos seres próximos y semejantes que nos comprenden, aunque no les expliquemos todas las razones de nuestros comportamientos; esos intérpretes que identifican las claves de nuestra manera de ser, aunque no analicen psicológicamente nuestro temperamento; esos exégetas que descifran el sentido profundo de nuestros pensamientos, aunque no se los formulemos con palabras; esos expertos que alcanzan la razón última de nuestros deseos íntimos y llegan hasta las raíces ocultas de nuestros temores secretos, aunque no hayan vivido nuestras propias experiencias.

Los seres humanos, para llegar a ser nosotros mismos necesitamos que alguien nos explique, con claridad y con tacto, quiénes y cómo somos; necesitamos que nos diga cómo suena nuestra voz, cómo cae nuestra figura y cómo se interpretan nuestras palabras. Pero no olvidemos que, para tener y para conservar amigos, hemos de despojarnos de los atributos que, por representar poder, nos elevan; y hemos de prescindir de las insignias que, por encerrarnos en instituciones -aunque sean abiertas-, nos distancian afectiva y efectivamente.

El amigo es ese oidor atento y respetuoso que nos escucha y nos entiende, descubre nuestras reales o aparentes contradicciones, descifra el misterio que cada uno de nosotros encierra y explica el ejemplar único que dibuja nuestra compleja existencia personal. El amigo es un acompañante sensible, experto y generoso que capta las ondas sordas de nuestros latidos íntimos, que descubre nuestra verdad y al que confiamos nuestras fortalezas y, sobre todo, nuestras debilidades. A lo mejor todo esto tiene que ver con esas neuronas llamadas “espejos”, unas células nerviosas que, adecuadamente estimuladas, nos ayudan a entendernos, imitarnos y ayudarnos, y que, además, nos previenen contra el autismo, la fobia social, la depresión, la ansiedad y el pánico.

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