jueves, 6 de agosto de 2009

Despacio

José Antonio Hernández Guerrero

No sé si seré capaz de cumplir mis propósitos pero, por primera vez, he decidido vivir este mes de agosto de una manera contraria a la que he pretendido en mis últimas vacaciones veraniegas. No he trazado programas ni me he fijado metas: no he proyectado viajes a lugares exóticos, no me he propuesto leer los libros que he adquirido a lo largo del año, ni visionar todas las películas que me han regalado los periódicos dominicales, ni darme un número determinado de baños en la playa, ni siquiera asistir a los espectáculos programados en la playa o en la plaza de la Catedral.

¿Qué piensas hacer este verano? -me pregunta mi amigo Cecilio-. Nada –le he respondido-. Me conformaré con contemplar desde la muralla del Campo del Sur los cambios que las mareas y los vientos generan en el movimiento de las olas y en el color del mar, leeré y releeré una y otra vez los mismos versos, volveré a ver las películas de Chaplin y escucharé algunas de las melodías y de los ritmos que me acompañaron durante la juventud. Buscaré espacios de silencio y dedicaré un tiempo sagrado a la conversación distendida e intrascendente con dos o tres amigos. Y todo lo haré despacio, muy despacio.

He llegado a la conclusión de que uno de los procedimientos más eficaces para aprovechar y para disfrutar de nuestro escaso tiempo humano –de los minutos, de las horas y de los días- es ralentizando el ritmo de nuestras acciones y deteniendo las pulsaciones de las sensaciones que experimentamos. Pretendo saborear los efímeros momentos de bienestar, evitar las prisas, desarrollar la habilidad de simplificar las actividades y, sobre todo, aprender el arte de prescindir de esos objetos que la publicidad me impone como imprescindibles. Vamos a ver si soy capaz de deshollinar mi mente de deseos y de limpiar los horarios de esos trabajos que ocupan hasta la saturación la mayor parte de mi tiempo. En contra de los mensajes que, en estos momentos de crisis, lanzan a una los políticos, los economistas y los empresarios, creo que el aumento del consumo no equivale al crecimiento de la felicidad personal ni al fomento del bienestar familiar.

Si prestamos atención al interior de nosotros mismos, a ese espacio íntimo en el que se aloja la felicidad, podemos constatar cómo esos bienes que invaden nuestros hogares y llenan nuestros bolsos contribuyen escasamente a que nos sintamos bien con nosotros mismos y a que alimentemos unas relaciones humanas intensas e íntimas. Como afirma Zygmunt Bauman, el crecimiento del producto interior bruto es un índice bastante pobre para medir el aumento de la felicidad. Estoy convencido de lo contrario: de que esos niveles económicos sólo son estrategias engañosas que sirven para engatusarnos y para aprovecharse de nuestra inevitable búsqueda de la felicidad.

Aunque todos sabemos que levantar nuestra débil voz contra los mensajes ensordecedores que nos lanza la ubicua publicidad es un ingenuo alarde de voluntarismo inútil, aunque estamos convencidos de que es imposible luchar contra la omnipotencia de los altavoces que nos convocan al consumismo, nos decidimos una vez más a expresar nuestra convicción de que la dirección que hemos de tomar es exactamente la contraria y preferir en vez de cantidad, la calidad; en vez de la rapidez, la lentitud

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