viernes, 25 de septiembre de 2009

Disciplina y autoridad

José Antonio Hernández Guerrero

Vaya por delante mi explícita adhesión a los lectores que solicitan que los gobernantes nos dicten normas claras con el fin de que se mantenga el orden en las clases e, incluso, a los que piden que se arbitren unas sanciones proporcionadas que faciliten la observancia de la disciplina en el ámbito de la enseñanza y de la educación. Si estamos de acuerdo en que exigir disciplina en cualquier tarea colectiva es una necesidad indiscutible, es razonable que, en la actividad docente, impongamos el acatamiento racional de unas reglas de comportamiento que, en primer lugar, ayuden a crear una atmósfera propicia para la comunicación y que, además, hagan posible el orden necesario para la labor docente del profesor y para los quehaceres discentes de los alumnos. El orden y la disciplina, además, son valores que hemos de transmitir en la escuela a través de explicaciones claras y convincentes, y son unas virtudes que hemos de inculcar, sobre todo, mediante el ejercicio de unas prácticas adecuadas que creen unos saludables hábitos de comportamiento.

Pero no podemos confundir los conceptos de “orden” y de “disciplina” con el de “autoridad”: el orden podemos lograrlo mediante la exigencia de unas pautas disciplinarias, pero es imposible imponer la autoridad a través de normas y, mucho menos, aplicando castigos. El orden –como sabemos- consiste en la disposición espacial, temporal o lógica de objetos o de acciones, mientras que la autoridad radica en el crédito, en la consideración, en la credibilidad y, sobre todo, en el respeto que inspiran un hombre o una mujer, un objeto o una acción.

Los profesores –arquitectos de seres humanos-, además de personas dotadas de un determinado perfil psicológico, son “personajes públicos” oficialmente preparados para cumplir una importante función reconocida socialmente; además de individuos dotados de rasgos –de virtudes y de defectos- físicos, psicológicos y morales, son profesionales que desempeñan una delicada tarea pública, son un actores que encarnan un prestigioso papel social. El buen profesor es el que logra que su personalidad, que su talante y su temperamento personales no anulen su figura como “maestro”; el que, en el aula, no es el amigo o el colega del alumno sino su profesor.

Hemos de reconocer, además, que su eficacia docente depende, en gran medida, de su auctoritas, de su prestigio académico que está determinado por los estudios que ha cursado y por los resultados que ha obtenido a lo largo de su trayectoria profesional. Su crédito depende de la reputación que él mismo se ha labrado gracias al acierto de sus enseñanzas. El profesor ha de ser consciente de que sus palabras convencen y persuaden -además de por la coherencia lógica de sus argumentos o por la fuerza expresiva de sus recursos retóricos- por la credibilidad que inspiran sus actitudes y sus comportamientos.

Aunque es posible que a muchos les sorprenda, me atrevo a afirmar que los profesores deberían ser conscientes de que, en cierta medida, es necesario que sus figuras estén rodeadas de un aura profesional y moral, de ese prestigio que envuelve a las personas que sobresalen por sus conocimientos científicos, por sus habilidades profesionales y por su rectitud moral. La delicadeza, la complejidad y la responsabilidad de sus diferentes tareas exigen que su persona esté envuelta en una aureola que nos despierte respeto y que nos mueva al reconocimiento.

1 comentario:

luiyi dijo...

Esta opinión, tan respetable como todas, está bien para los estudios superiores, donde el lumno tiene una capacidad para "ver" esa aureola, esa auctoritas (en español, autoridad) y su prestigio académico.
El problema asoma, según lo observado por mí en numerosos colegios de primaria y secundaria, en los pequeños de 9-16 años.
Y no en todos los colegios, pero sí en demasiados y en los que menos te lo esperes.
No se puede pedir que todos los niños sean ejemplares ni que todos los maestros sean Fray Luis de León. Los seres humnaos tenemos derecho a ser mediocres aunque tengamos la necesidad moral y evolutiva de intentar ser de lo mejor. Por eso urge buscar solución a una realidad preocupante.
Creo que la opinión de mi amigo José Antonio adolece de contacto con el nivel que yo definiría "de riesgo". Yo en la UNED tampoco sufro problemas de indisciplina, ni bullyng ni trastorno desafiante.
Pero no tiene nada que ver con lo que sufren muchos maestros.
Luiyi

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